El teatro de hoy: espejo de la angustia
El absurdo: palabras y silencios París, en los años cincuenta, es la capital del teatro del absurdo, esa «arquitectura de vacíos y sonidos, esa ceremonia de nada», al decir de Jean Genet. Las nuevas salas están animadas por una óptica de creación permanente. Jacques Mauclair, del Studio des Champs-Elysées, ofrece a Ionesco su primer éxito importante: Las sillas (1952). Ionesco ridiculiza el lenguaje, convierte la palabra y el objeto en los personajes esenciales del espectáculo, para traducir lo trágico de la condición humana, el fin de los credos y la destrucción de sus celebraciones. En La cantante calva o El rinoceronte encontramos las figuras exactas de nuestra razón estallada. En El rey se muere la misma escena se derrumba y acompaña a la defunción del monarca. Con Beckett, el diálogo, próximo a extinguirse, se pierde en la espera indefinida o la soledad desesperada. Winnie, en Días felices, demora el momento «en que las palabras nos dejan». El silencio se extiende por el teatro. Marguerite Duras trabaja la palabra y en ella ve la última revelación del gesto. La escena permanece intacta y desierta; nada, a no ser la tentación de lo sagrado, atravesará ese intermedio de lo vivido.
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