¿Quién teme a la literatura?

«Escribo tu nombre, Libertad» (Eluard)

Toda página en blanco sugiere discretamente el silencio, la pequeñez de una vida dispersa y, con frecuencia, inconsistente. Ensayar (Montaigne), escribir sobre dicha superficie pura la propia vida, las propias reflexiones, un manifiesto, una ficción o un poema… ¿puede darse exigencia más vivificadora? Para hacerlo resulta obligado acabar con los compromisos, las vacilaciones, esa nada de los tiempos muertos, tal vez más espantosa aún que la propia muerte. Escribir constituye un trabajo de horadación, una superación del discurso social, incluso de las conversaciones más íntimas, y, más profundamente todavía, el ejercicio de un soberano cara a cara con la muerte. El novelista francés Michel Butor ha identificado al escritor con la Schéhérezade de Las mil y una noches, que elaboraba sus fascinantes relatos a despecho de la amenaza de destrucción. También ha celebrado la escritura en su novela El empleo del tiempo (1956), donde la compara con el hilo de Ariadna, pues permite no perderse en el oscuro laberinto de la existencia.

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